Cuando mi hijo Misael era pequeño, mi juego favorito para jugar con él era el de la hija y el papá, claro, yo era la hija y él, con sus cinco o seis añitos, mi papá.
Yo era, en esas ocasiones, una niña demandante y consentida que hacía mil preguntas y que quería y pedía hasta lo que no, era mi oportunidad de portarme lo más mal que podía, de exagerar un mal comportamiento que encontraba en Misael un compañero de juegos que divertido, se asombraba de lo bien que yo representaba mi papel y, cómplice en el drama, entendía el juego, sabía adaptarse, se adecuaba al rol y, lo mejor, captaba la enseñanza. Entonces, así como yo representaba a una niña malcriada, él adoptaba la postura de un comprensivo y maduro padre de familia que me explicaba -con una paciencia infinita- por qué no podía yo comerme un litro de helado de chocolate, o por qué había que ir a la escuela y hacer la tarea, o lavarse las manos, o los dientes; me miraba enumerándome todas las razones que le permitía su corta edad, me miraba con unos ojos en los que descubría su amor y ternura.
El juego de la hija y el papá era mi juego favorito porque era la mejor forma de hacerle ver –de hacerme ver- conductas inapropiadas, era la mejor forma de reírnos de nuestros papeles, del rol que nos había tocado desempeñar, era el juego que nos permitía vernos reflejados y entendernos, conectarnos y aprender uno del otro.
Trasladándolo al aula, con mis alumnos hacía algo parecido: en algún momento de la clase, generalmente después de la explicación de alguna lección, jugábamos a que uno de ellos era el maestro y yo la alumna que se sentaba en su lugar y hacía las mil preguntas que me caracterizan en este juego. Dando paso a la risa, los alumnos me imitaban casi a la perfección: mis gestos, mis ademanes, la forma en la que tomo el gis, en la que hablo. Además, podía escuchar su versión de mi explicación y hacer preguntas desde otra perspectiva.
El juego de roles es la oportunidad idónea para evaluarnos, para enriquecernos con puntos de vista, convirtiendo lo lúdico en aprendizaje.
Los roles cambian, nosotros cambiamos. Jugar al otro es liberador. Vernos reflejados en otro, como en un espejo, y poder reírnos de nosotros mismos es catártico.
No muy lejano está el día en que esos alumnos, esos niños, esos jóvenes, sean profesionistas, maestros, doctores; más adelante -estoy segura- nos encontraremos desempeñando otros roles, pero siempre con el cariño y la sabiduría de quien supo mirarse en otro espejo, de quien supo jugar a ser otro.
En cuanto a mi juego favorito, con su casi 1.90 de estatura y los ojos más dulces que he visto, Misael me mira –todavía- con la misma ternura que mira un padre a su hija.
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