18 mayo, 2011

El juego de roles

Cuando mi hijo Misael era pequeño, mi juego favorito para jugar con él era el de la hija y el papá, claro, yo era la hija y él, con sus cinco o seis añitos, mi papá.
Yo era, en esas ocasiones, una niña demandante y consentida que hacía mil preguntas y que quería y pedía hasta lo que no, era mi oportunidad de portarme lo más mal que podía, de exagerar un mal comportamiento que encontraba en Misael un compañero de juegos que divertido, se asombraba de lo bien que yo representaba mi papel y, cómplice en el drama, entendía el juego, sabía adaptarse, se adecuaba al rol y, lo mejor, captaba la enseñanza. Entonces, así como yo representaba a una niña malcriada, él adoptaba la postura de un comprensivo y maduro padre de familia que me explicaba -con una paciencia infinita- por qué no podía yo comerme un litro de helado de chocolate, o por qué había que ir a la escuela y hacer la tarea, o lavarse las manos, o los dientes; me miraba enumerándome todas las razones que le permitía su corta edad, me miraba con unos ojos en los que descubría su amor y ternura.
El juego de la hija y el papá era mi juego favorito porque era la mejor forma de hacerle ver –de hacerme ver- conductas inapropiadas, era la mejor forma de reírnos de nuestros papeles, del rol que nos había tocado desempeñar, era el juego que nos permitía vernos reflejados y entendernos, conectarnos y aprender uno del otro.
Trasladándolo al aula, con mis alumnos hacía algo parecido: en algún momento de la clase, generalmente después de la explicación de alguna lección, jugábamos a que uno de ellos era el maestro y yo la alumna que se sentaba en su lugar y hacía las mil preguntas que me caracterizan en este juego. Dando paso a la risa, los alumnos me imitaban casi a la perfección: mis gestos, mis ademanes, la forma en la que tomo el gis, en la que hablo. Además, podía escuchar su versión de mi explicación y hacer preguntas desde otra perspectiva.
El juego de roles es la oportunidad idónea para evaluarnos, para enriquecernos con puntos de vista, convirtiendo lo lúdico en aprendizaje.
Los roles cambian, nosotros cambiamos. Jugar al otro es liberador. Vernos reflejados en otro, como en un espejo, y poder reírnos de nosotros mismos es catártico.
No muy lejano está el día en que esos alumnos, esos niños, esos jóvenes, sean profesionistas, maestros, doctores; más adelante -estoy segura- nos encontraremos desempeñando otros roles, pero siempre con el cariño y la sabiduría de quien supo mirarse en otro espejo, de quien supo jugar a ser otro.
En cuanto a mi juego favorito, con su casi 1.90 de estatura y los ojos más dulces que he visto, Misael me mira –todavía- con la misma ternura que mira un padre a su hija.

Role playing

When my son Misael was a little boy, our favorite game to act out was the daughter and the dad. I was, of course, the daughter, and he, being five or six of age, my dad.

On those occasions, I was a demanding and spoiled little girl who asked thousands of questions and who wanted –and asked for- everything and more. It was my chance to misbehave and, through that exaggerated misbehavior, I found in Misael an amused partner who, as an ally in the drama, was amazed by my quite convincing performance, understood the situation, knew how to adapt, how to adequate to his role, and, the best part, he grasped the teaching.

While I represented a spoiled brat, he grew in the role of a mature and understanding father who explained to me with endless patience why I couldn’t eat half a gallon of chocolate ice cream, or why I had to go to school, or do my homework, or wash my hands, or brush my teeth; he looked at me, numbering all the reasons he could think of in spite of his young age, and, in that look, I discovered his love and tenderness.

The game of the daughter and the dad was my favorite game to play because it was the best way of showing him –of showing me- inappropriate behavior, it was the best way to laugh at our own roles, the ones we had to perform in real life; it was the game that let us see ourselves reflected in order to understand, to connect, and to learn from one another.

Taking this to the classroom, I did something similar with my students: at some point during the class, usually after a given explanation, we used to play a game in which one of them was the teacher and I was the student who sat in his spot and asked the thousand questions I’ve been famous for in this game. With room for laughter, students did an almost perfect impression of me: my gestures, my manners, the way I grabbed the chalk, the way I talked. Besides, I could listen to their own version of my explanation, enabling me to question from another perspective.

Role playing is the chance to assess us, to enrich one another with different points of view, turning playing into learning.

Roles change, we change. Playing to be someone else is liberating. Seeing us reflected, as in a mirror, and being able to laugh at ourselves is cathartic.

The day is soon coming when those students, those children, those youngsters, would become professionals, teachers, doctors; in years to come, we’ll surely meet one another, performing other roles, but always with the same love and wisdom of he who knew how to look at himself in someone else’s mirror, she who played to be someone else.

Regarding my favorite game, well, with his 6’2¨ height and the sweetest eyes I’ve ever seen, Misael still looks at me with the same tenderness that a father looks at his daughter.