En una junta de
padres de familia, el director del turno vespertino invitó a
continuar sus estudios a quienes, por alguna razón, no los hubieran
concluido -o empezado-, o sea, nos hizo saber que la secundaria para
adultos tiene alumnos desde los 15 hasta los 65 años de edad, ¡65
años!, me quedé admirada, pero, sobre todo, conmovida, una persona
que va a la escuela a los 65 años para terminar la secundaria hace
que me conmueva hasta las lágrimas.
Y tal vez me
conmueve tanto porque me hace recordar a una de mis más queridas
maestras, quien me marcó con su ejemplo de vida y que aquí
comparto:
Azucena, mi maestra,
fue una de esas mujeres a la que su padre no le permitió estudiar,
sólo terminó la primaria.
Se casó, como se
esperaba, y tuvo dos hijas. Cuando sus hijas crecieron, ella estudió
en una secundaria para adultos y obtuvo su certificado.
Le encantaba
aprender y siguió estudiando. Terminó la preparatoria. Ingresó a
la universidad. Se tituló. Continuó con la maestría. Y,
finalmente, concluyó con el doctorado.
Cuando yo la conocí,
en la UNAM, ya era doctora, pero no cualquier doctora; ella era
diferente -muy diferente-, era una persona feliz, satisfecha, que
desbordaba pasión por la vida; era una guerrera que me cautivó con
sus palabras y me enseñó lo que muy raramente se enseña: a luchar,
a luchar siempre.