Aunque no soy ningún chef, desde hace más de veinte años que cocino todos los días; cocinar es la única actividad que he desempeñado ininterrumpidamente. Sin embargo, mi experiencia culinaria no aparece en mi curriculum. Será porque nadie me lo enseñó, o al menos, no de una manera formal, sistemática o estructurada, es decir, no tomé clases y –sobre todo- no tengo un solo papel que me certifique para hacerlo.
¿Cómo aprendí entonces? Haciéndolo, echando a perder, como decimos en México. Claro que hubo una serie de “incidentes” (comida quemada, salada, grasosa, ¡cruda!), no obstante, aprendí.
Cocinar fue para mí más que una cuestión de memorizar recetas, fue un ejercicio diario y el hecho de que aprendiera a cocinar sin maestro no me hace pensar –de ninguna manera- que no necesitemos maestros porque los necesitamos (me incluyo), pero necesitamos maestros capaces de enseñar más allá del contenido. A lo largo de mi vida he tenido maestros maravillosos, pero los maestros que recuerdo con más cariño, mis maestros favoritos, me dieron más que conocimientos académicos, me enseñaron –con su ejemplo- a ser apasionada, a poner las cosas en perspectiva y, lo más importante, a usar el conocimiento para hacer una vida mejor, no sólo para mí, sino para los demás.