Hace unos meses, me
inscribí a clases de natación. A lo largo del proceso de inscripción, se me
preguntó –varias veces- si sabía nadar. Sin el menor asomo de duda contesté, en
todas las ocasiones, afirmativamente.
Así pues, se llegó
el día de mi primer clase y yo estaba lista, a la orilla de la alberca,
vistiendo mi traje de baño, gorra y goggles; el maestro se me acercó para
preguntarme –una vez más- si sabía nadar, le dije que sí. Entonces me preguntó
que cuándo había nadado por última vez. La verdad es que no pude recordarlo.
Hace mucho tiempo que no lo hago, le contesté.
Una vez en la piscina
me vino un recuerdo: la niña de cuatro años jugando con una pelota durante el
recreo que se daba después de la clase de natación, la pelota resbalándose
entre sus manos yendo a dar a la mitad de la alberca, la niñita echándose al
agua en busca de la pelota creyendo que sabía nadar… no sabía, me hundí como un
ancla hasta el fondo de la piscina. Ahí estaba, con los cabellos largos y
rizados ondeando en el agua buscando socorro; ahogándome ahí mismo, en plena
escuela de natación, sin ser advertida por ninguno de los maestros del lugar. Afortunadamente,
mi mamá lo había visto todo y sin parpadear, completamente vestida, se echó al
agua para salvarme la vida.
Después de ese “incidente”
continué, por muchos años más, con mis clases de natación. Es por eso que
siempre que alguien me preguntaba si sabía nadar, contestaba automáticamente
que sí, sin la menor consideración de que tal vez, digo, a lo mejor, no era
así.
Aunque esa primera
clase parecía como un buen momento para considerar esa posibilidad, decidí nadar
como si supiera cómo hacerlo (típico en mí), tratando de recordar los
movimientos y la respiración.
Después de 10
brazadas no pude continuar, había tragado tanta agua que ya me había llegado
hasta el cerebro.
A pesar de la
conmoción causada por la cantidad de agua ingerida, la verdad se apareció
nítida ante mí: después de todos esos años de clases y más clases de natación, yo no sabía nadar.
Regresé a mi casa y
mis hijos, quienes son excelentes nadadores, me preguntaron cómo me había ido.
Les dije que no sabía nadar. Aunque no me creyeron, cada uno de ellos me dio
una serie de explicaciones de cómo debía hacerlo. Claro, afuera del agua la
cosa resulta sencillísima.
Se llegó el día de
la segunda clase y entonces (ésta es la mejor parte de la historia) mi esposo,
el hombre más lindo del mundo, me llamó para decirme que estaba por salir de
una junta y que iba para la escuela de natación: quería verme nadar :-s
¡Santo cielo! Ese
día fui -particularmente- un desastre, o sea, un desastre completo, no
pude hacer nada ni remotamente bien; para rematar, sin querer le pegué a uno de
mis compañeros y perdí mi flotador, el cual salió disparado hacia otro de los
carriles impidiendo el paso de los demás nadadores. En medio del caos, alcé la
mirada para ver a mi esposo, él estaba ahí sonriéndome, como lo hace siempre,
dulcemente; yo le devolví la sonrisa sintiéndome absolutamente feliz de saber
que mi incompetencia acuática no tendría ningún efecto sobre nuestra relación.
Después de la clase,
me estaba esperando en el estacionamiento. Una vez que me tuvo de frente, me
miró a los ojos y me dijo: Nunca creí que nadaras tan mal, realmente no sabes
nadar. Pero eso no importa, lo que importa es tu coraje, tu determinación y tu voluntad
por aprender. Terminando de decir esto me abrazó. :-)
Mis clases de
natación no me han enseñado a nadar todavía, pero me han enseñado otras cosas:
1. Me enseñaron que no debemos asumir que se ha
aprendido algo basándonos en el tiempo que se ha invertido para aprenderlo.
2. Me enseñaron que
ninguna teoría –ni siquiera la práctica- tiene razón de ser cuando se hace
fuera de un entorno real (o sea, fuera del agua).
3. Me enseñaron a
ser humilde porque aunque soy bastante buena en muchas cosas, no soy buena en
todo… pero puedo aprender.
#Change11ES #CCK12