14 abril, 2021

Educar para la vida

No acepten lo habitual como una cosa natural,

pues en tiempos de confusión organizada,

de arbitrariedad consciente, de humanidad deshumanizada

nada debe ser natural,

nada debe ser imposible de cambiar.

-Bertolt Brecht

 

La pandemia nos ha desvelado los efectos de la voracidad con la que hemos tratado a la naturaleza.  Hoy lloramos  las consecuencias de la degradación ambiental y, sin embargo, durante décadas manifestamos una marcada indolencia hacia el medio ambiente. Por encima del dolor que nos causa esta crisis (que en griego significa ‘momento crucial, trance de decisión’), es necesario que la veamos como una oportunidad para reflexionar y reconsiderar nuestro sistema de vida, el cual refleja, entre otras cosas, una educación que no nos ha preparado para el momento que vivimos. En este marco, debemos preguntarnos si la escuela ha orientado sus contenidos al bienestar social y a la salud; si nos ha encauzado en el respeto y cuidado de la Tierra; si ha priorizado los saberes ecológicos, aquellos que son fundamentales para la vida.

Educación y capitalismo

La escuela pública -la escuela para las masas– es hija del capitalismo, nació para adiestrar la mano de obra que la Revolución Industrial demandaba. Así, la escuela tuvo, como primera función, la preparación para el empleo. Aunque la incipiente industria no necesitaba trabajadores particularmente instruidos sino, por el contrario,  precisaba de obreros no calificados que fueran  dóciles, como explica  Michel Foucault en su libro Vigilar y Castigar.  Dicha docilidad se consigue con disciplina, para lo cual la escuela cuenta con una estructura rígida: reglamentos, jerarquías, horarios, timbres y castigos; un disciplinamiento que busca asegurar el orden social existente. El orden capitalista, como suscribe Ana Esther Ceceña, no es solamente un modo de producción, es una forma de pensar el mundo, un modo de entender la realidad.[1]

Además de su función para la empleabilidad y  su función disciplinar, la escuela tiene la función de contención, esto es, “resguarda” a sus pupilos de los peligros de la calle en tanto que ofrece un lugar seguro para que los padres, insertados en el sistema,  puedan trabajar tranquilos. A la vez, en la escuela se lleva a cabo la socialización, la reproducción de las clases sociales de una generación a la otra y se inculca el amor a la patria, pero –y sobre todas las cosas- se prepara al consumidor.

Tanto en la escuela burguesa, encargada de formar a las élites sociales en valores de libertad individual  y  emprendimiento personal,  como en la escuela para los trabajadores con valores como la disciplina, obediencia y modestia en las aspiraciones sociales se enarbola aquello que Carlos Fuentes, en su cuento  El que inventó la pólvora (1954), ya advertía: la ignorancia y la última moda mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas; la sorprendente celeridad de la obsolescencia programada como hecho universal y su correspondiente  acumulación de basura;  el total abandono de las labores agrícolas y la comida artificial… todo  obedece a la misma instrucción: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!».

La escuela no sólo no  ha podido escapar de esta consigna, sino que se ha encargado de propagarla y –aún más allá- de hacerla pasar por significado, propósito de vida y referente de éxito. La escuela, guiada por la lógica del mercado, ha señalado -como valores fundamentales- la acumulación de capital y el consumo como marcas inequívocas de poder.

En nuestras sociedades, el éxito escolar se ha medido por los efectos que se logran en el capitalismo, es decir, en la capacidad de consumo. Para Enrique Leff,[2]  la educación escolarizada busca resultados inscritos dentro del sistema capitalista que se vinculan casi exclusivamente con valores económicos como son el individualismo, la competitividad, la productividad, la eficiencia, la eficacia, el materialismo, la ganancia y el consumismo (esa obsesión por adquirir y descartar cosas).

El consumo se presenta así como un derecho, pero también como una recompensa, un premio de vida. De acuerdo con Humphery,[3] el derecho al consumo ha sido aceptado como un indicador de libertad, poder y expresión personal, así como el abanderado de la democracia.

Educar para la vida

La filosofía y la pedagogía no se han conformado con la mera función de empleabilidad que dio origen a la escuela por considerarla insuficiente en tanto que la reduce a un campo utilitario. En este sentido, las propuestas educativas se han vinculado con la formación integral del ser humano, es decir, con el desarrollo pleno del cuerpo y la mente en los ideales de paz, dignidad, tolerancia, libertad, igualdad y solidaridad.  Dicho esto, las expectativas de la educación, o sea, para qué nos gustaría que sirviera la escuela, apuntan a la pregunta estrella: ¿Qué futura humanidad queremos?

A fin de responder a esta pregunta, otra idea de educación emerge, una educación que se opone al  sistema que se ha empeñado en el predominio del conocimiento lucrativo, del valor del mercado, del desprecio a la filosofía y al arte. Como contraparte se propone una educación que integre la práctica de valores opuestos a los de la modernidad como son: la cooperación, la solidaridad, la toma de decisiones orientadas al bien común y la dignidad cultural.

La otra educación -la educación para la vida- se orienta a la sensibilización de los más jóvenes y al desarrollo del pensamiento crítico en aras de comprender que las problemáticas actuales, entre ellas la ambiental, responden a determinados valores, actitudes y conductas inscritos en el sistema capitalista que son insistentemente publicitados por todos los medios masivos posibles. En palabras de González Gaudiano, “la principal razón de la actuales desigualdades y asimetrías mundiales derivan de un orden impuesto eminentemente injusto, inmoral, codicioso y criminal de la distribución y disfrute de los recursos y la riqueza mundial”.[4] Ante este panorama, educar no debe limitarse a reflexionar sobre el sistema socioeconómico en el que estamos inmersos, sino que debe combatirlo a partir de la imprescindible y urgente modificación de los actuales esquemas y patrones de producción y consumo que contradicen la “relación respetuosa y armónica” que deberíamos tener con el medio ambiente.

Ahondar en dichos patrones no es tarea fácil, por lo general, los “cambios” que llegan a realizarse se hacen de acuerdo a la conveniencia del sistema capitalista fomentando “prácticas ambientales de corte individualista y conductista, que en nombre de la preservación de la naturaleza, reproducen y afirman el imperio de lo económico”.[5]

En concordancia con esto podemos mencionar que en la Ciudad de México y su área metropolitana, más de la mitad de los proyectos escolares ambientales que se desarrollan están centrados en el tema de los desechos, lo cual podría tener una mayor relevancia si se orientara a revisar las complejas causas que determinan el problema, así como profundizar en el contexto socioeconómico en el que se generan residuos sólidos, emisiones y desechos tóxicos. Generalmente, el trabajo con desechos que se lleva a cabo en las escuelas se reduce a promover el acopio de los mismos con fines de reciclaje. En este aspecto, es importante señalar que el reciclaje conlleva un costo energético en sí mismo y, en consecuencia, un costo ambiental importante.  Por ello, la mejor y más eficiente medida de manejo de residuos es evitar su generación. La toma de dicha medida, evitar generar basura, de tomarse en serio implicaría la inevitable reducción de los patrones de consumo (y por tanto la ruptura con la idea del consumismo como signo de bienestar y prosperidad). De tal suerte que este tipo de proyectos de reciclaje de residuos sólidos -que dejan fuera la revisión de nuestro papel como consumidores en un sistema de producción, distribución y consumo desigual- lejos de cumplir con los verdaderos propósitos educativos ambientales, producen resultados indeseables. En cambio, un proyecto ambiental más robusto debe contemplar, por ejemplo, la realización de huertos escolares a fin de que los alumnos aprendan a producir sus propios alimentos de manera ecológica y con ello puedan transitar de consumidores a productores; sembrar y cultivar nos permite aprender –de forma vivencial-  la importancia de las semillas, la tierra, el agua, los polinizadores y la buena alimentación, entre otras muchas cosas.

Como plantea Carlos Skliar, la escuela debe atender todo aquello que significa ser humano, debe ser el escenario en donde se presente alteridad, contradicción; el lugar donde se enseña a pensar; el espacio que abre la posibilidad de ir contra el orden natural de las cosas.  Una muestra del logro de esto último es el movimiento iniciado en el 2018 por Greta Thunberg, en el que millones de jóvenes activistas de todo el mundo se han rebelado contra la pasividad de los tomadores de decisiones participando en marchas para protestar contra el cambio climático y demandar gobernanza ambiental.

En este contexto, si la educación nos prepara para la vida, debemos aprovechar la pausa que se desprende de la pandemia para replantearnos de qué vida estamos hablando, o bien, a qué vida aspiramos como humanidad. Necesitamos cuestionarnos si pasada esta crisis seguiremos indolentes ante la explotación de la naturaleza; apáticos al uso de combustibles fósiles,  insistentes en nuestras prácticas para conseguir el “éxito” basadas en la productividad y el consumo. Este momento es una oportunidad para un cambio educativo que resignifique nuestro lugar en el planeta, que nos responsabilice del medio ambiente, que sitúe los saberes ecológicos al centro del currículum. Ha llegado el tiempo de una educación verdadera, la que propicie –dentro y fuera de las aulas- un estado de armonía, bienestar y equilibrio para todas las personas y todos los seres vivos: la educación para la vida.

 


[1] Ceceña, Ana Esther (2013), “Subvertir la modernidad para Vivir Bien (o de las posibilidades salidas de la crisis civilizatoria)” en Raúl Ornelas (coord.), Crisis civilizatoria y superación del capitalismo,  México, IIEc/UNAM, pp. 91-128.

[2] Leff, Enrique (1994), “Sociología y ambiente: Formación socioeconómica, racionalidad, ambiental y transformaciones del conocimiento”, en Enrique Leff, Ciencias Sociales y Formación Ambiental, Barcelona, Gedisa.

[3]  Humphery, Kim (2010), Excess: Anticonsumerism in the West, Cambridge, Polity Press.

[4] González Gaudiano, Édgar (2007), Educación ambiental: trayectorias, rasgos y escenarios, México, UANL-IINSO- Plaza y Valdés.

[5] Terrón Amigón, Esperanza (2001), “Elementos teóricos para pensar la educación ambiental” en Raúl Calixto Flores (coord.), Escuela y ambiente. Por una educación ambiental, México, SEP-UPN-Limusa, pp. 37-52.

 

01 marzo, 2021

Huertos urbanos


Los huertos urbanos son una respuesta para hacer frente a los periodos de crisis económicas y alimentarias; en esta pandemia vale la pena recuperar el potencial ambiental y de fortalecimiento de la comunidad que ofrecen estos proyectos dentro de las ciudades.

Por ejemplo, el periodo de crisis que trajo la Primera Guerra Mundial provocó la aparición masiva de huertos en las ciudades, los cuales, en su conjunto, fueron conocidos como War Gardens (huertos de guerra). Es en este lapso bélico que se pusieron en marcha los llamados Liberty Gardens (huertos de la libertad) promovidos por el gobierno de Estados Unidos para hacer frente a la escasez alimentaria y que en este afán acogieron el lema: Grow your own food (Cultiva tus propios alimentos). De igual forma, Reino Unido casi triplicó sus huertos urbanos en el lapso de tres años, esto es, de 600 mil huertos repartidos en distintas ciudades en 1916, se llegó a un volumen total cercano a 1.5 millones de parcelas en 1919. Medidas similares fueron tomadas en otros países como Alemania.

No obstante, al término de la guerra, dichos huertos fueron desapareciendo progresivamente en los Estados Unidos para volver a resurgir con fuerza en la década de los 30 a causa de  la Gran Depresión, y volver a repuntar durante la Segunda Guerra Mundial con el nombre de Victory Gardens (huertos de la victoria), utilizando lemas como: You can use the land you have to grow the food you need  (Tú puedes usar tu tierra para cultivar el alimento que necesitas) y Grow vitamins at your kitchen door (Cultiva vitaminas a la puerta de tu cocina). Tales huertos fueron de suma importancia para lograr la seguridad alimentaria estadounidense en tiempos de guerra; se calcula que en 1944 unos 20 millones de huertos producían más del 40% de los vegetales frescos del país.

En esta misma lógica, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial en Europa, las destruidas ciudades recobraron el cultivo de los huertos urbanos como estrategia para la disponibilidad y acceso de alimentos frescos y de calidad.  

A pesar de su centralidad en la producción de alimentos, los huertos urbanos no se limitan a un fin alimentario únicamente. Desde la época romana, los huertos, organizados en las casas en torno a un patio central, tenían una doble función: por un lado eran considerados como espacios de trabajo, pero, por otro lado, también constituían espacios de recreo. De ahí la conocida afición de la aristocracia romana por la horticultura en la que, en ese entonces, huertos y jardines se confundían para albergar plantas productoras de alimentos que a la vez cumplían con funciones ornamentales, medicinales y de esparcimiento. Del mismo modo, en España a partir del 712 d. C., es decir, durante la época musulmana, los huertos en las ciudades se extendían como espacios para la producción de alimentos, pero también como espacios para el ocio, el paseo y la contemplación.

Sobre este entendido, hacia los años sesenta, los huertos urbanos empezaron a ser concebidos más allá de su función alimentaria para ser pensados entonces como espacios idóneos para la regeneración urbana y comunitaria. En este tenor nace en Nueva York, a principios de la década de los setenta, la  iniciativa denominada Green Guerrilla (guerrilla verde), la cual conjunta a personas con inquietudes ecológicas y sociales con el fin de promover la sostenibilidad y el respeto ambiental, así como los lazos sociales y comunitarios en torno a la siembra y el cultivo en espacios baldíos, desalojados o abandonados. Dicho movimiento se extendió por muchas ciudades estadounidenses como es el caso de Detroit, Chicago y Los Ángeles.

De manera paralela, iniciativas parecidas tuvieron lugar en Europa como las denominadas City Farms (granjas urbanas) y los Community Gardens (huertos comunitarios). De esta forma, los huertos urbanos han venido recuperando su protagonismo y ganando valía en cuanto a su potencial como espacios comunitarios de desarrollo social y contextos clave para la educación ambiental, extendiéndose a nuevos lugares físicos como azoteas, terrazas y balcones.

No sobra señalar que además de la producción directa de alimentos, los huertos generan otros productos, como son los condimentos, plantas medicinales, combustibles, flores, miel, semillas, etc., que también son importantes para el fortalecimiento de los medios de vida, la economía familiar y comunitaria.

La horticultura urbana y periurbana crea ciudades más verdes al tiempo que contribuye al bienestar de la comunidad traducido en empleo, mitigación de la pobreza, conservación de la biodiversidad y tradiciones culturales, gestión de los desechos, seguridad y soberanía alimentaria.

 

 

28 noviembre, 2020

Comida rápida


El hombre moderno ya no es, lamentablemente, un ser razonable.

Porque ha perdido toda su sabiduría.

Hoy es capaz de viajar a la luna,

 pero ya no sabe alimentarse.

-Michel Montignac

 

Hubo una época -no muy lejana- en la que el tiempo para la preparación de los alimentos y su consumo era sagrado. Sin embargo,  dentro del paquete de cambios que han traído consigo el neoliberalismo y la globalización, la jornada laboral mide, regula y estructura nuestras prácticas y comportamientos alimentarios. Es decir, nuestra dieta se somete al carácter productivo de la sociedad industrializada, y en nombre de la competitividad y eficiencia, el tiempo es demasiado valioso como para “perderlo” cocinando o comiendo. Las prácticas alimentarias son percibidas como algo que se tiene que hacer entre las otras muchas tareas que demandan nuestra atención, por ello deben compartirse con otras actividades como trabajar en la computadora, leer, ver la televisión, estudiar, hablar por teléfono, caminar, conducir, etc.

Así, en el afán de ser más eficientes, más competitivos y producir más, el tiempo destinado para la ingesta y la preparación de alimentos se ha reducido: en la actualidad se cocina rápido -o no se cocina- y los alimentos se toman de prisa.

Para ello, el sistema de producción de alimentos se ha encargado de facilitarnos la vida al poner a nuestra disposición comida preparada, enlatada, congelada, envasada o empaquetada, es decir, comida lista para servirse. A cambio de este “ahorro” de tiempo, las emisiones del sistema alimentario alcanzan entre el 21% y el 37% del total del GEI antropogénicos; además, dicho sector es responsable del 60% de la pérdida de biodiversidad a nivel global.

En este sentido, resulta necesario hablar del movimiento Slow Food (comida lenta),  el cual, formado en 1986, se alzó como un intento por preservar la producción agrícola local y la cocina regional de cara a la globalización, así como de promover un sentido por el placer y la sociabilización que se logra en torno a la buena mesa local o regional. Para 1989, y en respuesta a su campaña que se oponía a la apertura de franquicias de McDonald’s en Italia, el movimiento Slow Food emergió como una red comunitaria que enfatizaba su oposición no sólo a la comida rápida (fast food), sino al vivir de prisa (fast life). El movimiento nos confirma algo que nuestros abuelos ya sabían: comer es mucho más que poner un pedazo de comida en la boca, es decir, además de ser una actividad biológica, comer es un fenómeno social y cultural. La comida no sólo es imprescindible para la supervivencia física y el bienestar psíquico, sino que es también fundamental para la reproducción social en tanto que la alimentación es uno de los lenguajes que utiliza el ser humano para expresarse y mantener la vida en sociedad.

Entre las funciones socioculturales de la alimentación podemos mencionar las siguientes: satisfacer el hambre y nutrir el cuerpo, iniciar y mantener relaciones personales, demostrar la naturaleza y extensión de las relaciones sociales, proporcionar un foco para las actividades comunitarias, expresar individualidad, proclamar lo distintivo y la pertenencia a un grupo, hacer frente al estrés psicológico o emocional, reforzar la autoestima, prevenir y tratar enfermedades físicas o mentales, simbolizar experiencias emocionales, manifestar piedad o emoción, expresar amor y cariño. La alimentación alude entonces a la experiencia alimentaria en la cual se apropia y se recrea la dimensión social, la cual constituye un aspecto sustantivo en la formación humana.